viernes, 31 de diciembre de 2010

ELLA

Tres tirones en el dedo índice antes de comer. Coger el pelo hacia el lado izquierdo al cucharear. Mirarse de reojo ante cualquier espejo. Reía como ninguna de las que conocía, nunca supo la razón de esa carcajada fácil y desfachatada. Galopaba, no sabía caminar. Galopaba sin montura con los brazos abiertos rozando las hojas, acariciando el viento, gritando al cielo. Qué imagen más cliché y más cierta. Si bien no era una mujer agraciada, destellaba belleza de bosque nativo. Buscaba la luna para llorar, imaginaba que su manto la arropaba, el círculo la mecía; manipulaba al sol para que corriera tras su espalda, tenía los árboles como cómplices de sus fechorías. Una vez les prometió el relato de cincuenta poesías. Recitaba desde una fuente de sabiduría que no conocía las palabras, más comprendía más allá de lo que éstas decían. Nunca alguien supo si sus ojos en verdad veían, no sopló una sola nota desde su garganta. Sí, ella reía con la carcajada fácil y desfachatada ,muda, ciega, perdida, pobrecita sin entender, mísera que no sabe de la vida, que es un regalo, que debe tener una misión, que fue un castigo, que la descuidó el vientre que la albergó, que, qué!, qué? Mientras, galopa la vida con los brazos abiertos, rozando las hojas, acariciando el viento, gritando al cielo arropada de manto de luna, escucha más allá de lo que dicen las palabras, hace suyas las imágenes tras las simples formas, sonríe como si supiera que es única e inagotable, que cuando deba irse la esperan en otro lugar con palmas de victoria y dulces de melodías.
Ella destella belleza de bosque nativo, sí; no hay duda.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Madrugada de algún día de sosiego

Caminé como tantos para sobrevivir cuando ningún rumbo parecía seguro, entendí que no importa la apariencia del camino sino la melodía con que viajes por él. Que todo es posible, el Viejo Pascuero y el conejo de los huevos de chocolate, la resurrección de Cristo por cierto, un ovni en el jardín, que María sea eternamente virgen, que la vida te sorprenda con un regalo grandioso aunque ese deseo haya sido guardado bajo siete llaves. Todo es posible lo que deja sin ninguna alternativa a los imposibles. Aprendí a mantener mi fortaleza...un día la perdí, lo que soy, mi esencia…un día la abandoné y eso posó una pena en mi alma, de esas que no se retiran, se arraigan, crean raíces sólidas y contundentes. Contundentes porque la pena es una manifestación que en el alma tiene un sentido superior, no es como el dolor que viene y va; la pena del alma determina, te hace zancadillas cuando menos lo esperas, explota y te tiñe, recorta tus pupilas, transforma la luz, se expande en silencio, juega a las escondidas... se transforma en mil colores, más no desaparece. El alma que posee sus recorridos guarda dulces secretos, amargos retratos, suculentos conocimientos. Aprendí a levantarme, mientras sabía también, que volvería a caer, una regla que jamás hay que obviar. Tener certeza que la vida es un viaje y que el viaje se recorre con el alma, centro en que converge la pasión y la conciencia, me han permitido comprender que, desde nuestra hermosa y necesaria diversidad, transitamos con un don...es ese algo que me indica cómo caminar, hacia dónde ir...y qué ponderar.Ah! y que los imposibles son la respuesta de los cobardes,definitivamente. (
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Culpable

Habían pasado años. Conté cada uno en madrugadas, tardes y anocheceres. Recordé mientras la lluvia caía sobre mis botas, cuando el sol me arropó en el banco de la plaza y los ciruelos otra vez florecían. Me bajé silenciosa como si huyendo de la palabra me volvería invisible. Subí las escaleras del metro, una a una, tan lentamente como la multitud me dejó. Habían pasado años, todos con sus madrugadas, tardes y anocheceres. Tal vez mientras caminaba pensé en algo, no recuerdo sino mis manos frías y sudorosas, un pequeño temblor en el estómago que me remecía una y otra vez, más y más. La casa estaba rodeada de autos, gente que entraba y salía con el ceño recogido, vidriosos los ojos como si les importara. Entré con la cabeza gacha imaginando que cierto poder robado por algunos minutos, me transformaba en una ausente. El pasillo estaba igual con el viejo papel verde desgastado, las fotos de los tiempos antes de los años, mucho antes de las madrugadas, tardes y anocheceres en que no dejé de recordar. En la pieza rostros que no quise reconocer. Él recogido en su cama, esforzándose por no perder su prestancia. Me volví niña cuando sus ojos me encontraron. Dejé de sentir mi cuerpo, todo lo que podía desmoronarse lo hizo. Sonrió y me saludó como el cómplice que siempre fue, como lo hacía cuando rondaba la calle, mi calle, la nuestra, con el sombrero de los cincuenta, galante, efervecente, soñador. Hice mi venia mientras él volvía a los suyos. Salí por el mismo pasillo rauda, vacía, con la pena de una despedida inútil, estúpida, infantil. En unas horas ese hombre partía qué sé yo dónde. Ese que me deleitó con las más asombrosas historias de lealtades, pugnas y revoluciones. Ese que abría la puerta sin horas, sin preguntas, no sabía de juicios de valor. Recorrí el mismo trayecto avergonzada por la ausencia, mi retiro, mi olvido sin olvido. Bajé por la escalera del metro tan rápido como la multitud me dejó. Habían pasado años, todos con sus madrugadas, tardes y anocheceres. Tal vez mientras caminaba pensé en algo, no recuerdo sino mis manos frías y sudorosas, un pequeño temblor en el estómago que me remecía una y otra vez, más y más. La venia no había sido suficiente, no podía serlo… mi olvido sin olvido era un sin sentido.Ese hombre me enseñó a no huir, a transformar la palabra en presencia, a sonreír con una venia para alegrar el corazón del día del que se cruzara…eso hizo por mí antes de partir. Habían pasado años, todos con sus madrugadas, tardes y anocheceres también para él, quizás él sí olvidó… pensaba mientras el salón de mi clase comenzaba a llenarse. Subí la cabeza, hice una venia mientras sonreí_hoy voy a contarles una historia, una que hizo que hoy yo esté aquí_

martes, 28 de diciembre de 2010

Y Otro Día

En la casa gris, allí donde no hay un solo grafiti en la pared vive Don Manuel, tres perros, un gato, una tortuga y un gallo. Lucinda se encarga de espantar a los sospechosos, para ella todo lo que se mueva lo es, sus ladridos cruzan cuadras y cuadras mientras otros caninos solidarizan con su ocupación. En medio de la sinfonía de gruñidos Pinta corre buscando el lugar preciso para hacer otro agujero, cada vez son más profundos y perfectos, Fausto duerme la siesta desde uno a otro amanecer, Romeo el gallo no canta, sufre de faringitis crónica y la tortuga, bueno, es de goma y se llama Tizán; Rayo, el gato, ya tiene más hijos que feligreses el cura. Antes de salir el sol Manuel inspira y expira diez veces, pala en mano con su camisa a cuadros arremangada cubre cada nuevo agujero; silba como los dioses así es que nadie necesita un gallo que cante al amanecer. Lucinda deja de ladrar, Pinta se sienta con cara de yo no fui, Romeo mueve la cabeza al compás y Fausto bueno…duerme. Con el silbido de Manuel despierta Celia, la que trabaja en la casa rosa de atrás a la derecha, hornea pan de canela de tanto en vez, aroma que el viento regala a Diego el de la casa blanca que adelante tiene un ciprés. Todos cruzan con unas monedas donde Don Javier. La panadería se llena a eso de las ocho y seis, en la cola con sus canastas de pan Don Manuel, Celia, Diego, el cura y en la caja Don Javier. Se escuchan los ladridos de Lucinda otra vez, y las miradas caen en la pelada de Manuel que rápido busca su expresión de yo no fui la que combina con un hermoso silbido, las cabezas comienzan a moverse al compás, la cola avanza. Cada uno vuelve a lo suyo.

Sólo sé escribirte en extraño Manuela

Cada frontera del territorio plasmaba su presencia con soltura, la misma con la que nacían las melodías más sorprendentes por todas las mañanas, casi desde siempre. La voz de la Manuela sonaba a mujer de piernas largas, a caderas revoltosas jugando en solitario a escondidas de los amaneceres, con el deseo de la primera llovizna de los eneros calurosos. Sorprendente que danzara en armonía con los tiempos, sin esfuerzo, como si la vida le hubiese crecido adentro de los huesos, con un riguroso cotidiano tan cierto, lógico y útil para vivirse la existencia única y sentir que se fue tan rápido todo; hasta los escandalosos inviernos. La bella Manuela, la que creció en medio del desierto, casi como sola aprendió a cantar extraño y hermoso, a marcar la tierra para hacerse un lugar…nada más allá, nada más acá… nada y también todo desde donde mira su frente. A la Manuela la observaban con dolor recostada en su cama de siempre… hoy quienes la aman lloraron como si estuviese ausente. Ninguno podía haber previsto que la Manuela nacería en medio de un algo de nada… no fue un castigo, la culpa de cualquiera… no… salió así y así se quedó con una exquisita soltura, la misma con la que nacieron las melodías más sorprendentes. (Ese otro lugar, el de fronteras dibujadas, yo creo que la Manuela lo inventó para no perderse un segundo de la existencia toda…)

Taciturno, La Rosa y el “Vaivén

Taciturno quedaba a las 6 de la mañana cuando la Rosa salía con el pelo brillante las puntas mojadas, la cartera grande para que no le faltara, por si el tiempo, por si la micro, por si la cabeza le estallaba a eso de las seis emprendiendo la vuelta. A esa hora ya arrastraba los pies, Taciturno la esperaba y juraba que bailaba etérea, plácida, sin una sola ojera. La Rosa lavaba los sábados por la mañana cantaba al son de Américo y soñaba en medio del enjuague con Montaner. Taciturno la escuchaba tomado de una escoba al revés, bailando al son a través de cada pie y en una mano la copita de jerez. Antes del almuerzo tocaba la puerta con un toc por dos, fuerte y decidido, con el rostro serio acariciaba a la Rosa con las frutillas, los membrillos, los damascos, lo primero de la estación. Taciturno traía todo fresco_ tan fresco_ decía la Rosa mientras esperaba el toc por dos y la caricia de los sábados, las 48 del año, desde hacían ya 6. No era que Taciturno sufriera peor lo pasaba la Rosa imaginándose, aunque enojada por su interés, que despertaba acompañada de tanto en vez. El verdulero la quería de cerca pero con algo de lejos también porque el Domingo, los 48 del año, desaparecía con sus caricias donde la Inés, el miércoles, los 48 toditos, con la Mónica… pero sólo a la Rosa contemplaba cada mañana a las 6, con ninguna otra bailó con una escoba y la copa de jerez. Taciturno era fiel. Quién sabe, tal vez algún día se decida a abrazarla, cuando comience a oscurecer, para no soltarla hasta que otro día comience a nacer. La Rosa cada Asueto le pide a San Expedito y se queja con San Andrés _ puro vaivén este hombre oiga_ y qué se le va a hacer ya van este año 200 velas… de las urgencias del cuerpo saque la cuenta usted, las del corazón increméntelas por 100.