domingo, 2 de enero de 2011

OLOR A LIMÓN


No importa el lugar, sino el momento. No pretendo ser Laura Esquivel ni hacer pasar agua por chocolate. Esto se trata de limón, ese brebaje mágico que perfuma de modo inolvidable y borra cualquier otro sabor y de una ilusión que venía guardando desde hace tiempo, quizás desde el momento mismo en que uní en mi imaginación el suave ardor de su zumo en unos labios partidos y, por supuesto, el deseo de partir los bordes de tu propia boca. Ese jugo contenido en un envase tan duro que no parece fruta y que se marchita sin intermedios en la putrefacción, pero que también tiene el mágico poder de hacer arder las heridas abiertas y abrillantar los ojos que aspiran a encender la llama de la pasión. Esa magia de humedad que puede surgir desde los climas más secos, a condición de que alguien le proporcione el agua necesaria para su maduración. La receta, entonces, tenía que ser con el limón como ingrediente principal, pero no es el único, y aunque en el mesón de la cocina ya están dispuestas las medidas correspondientes de harina, azúcar, mantequilla, huevos, leche normal y condensada, es el aroma del limón el que lo inunda nada, mezclándose con tus propios perfumes y mis olores de cocinero que no sólo quiere sorprenderte con sus habilidades en la cocina sino concluir la velada con un largo baile nupcial. Después de lavarme bien las manos, junto en un bol un octavo de mantequilla -que he tenido la prudencia de dejar desde temprano fuera del refrigerador para que se ablande-, 50 gramos de azúcar flor y tras batirlas bien para que se unan, agrego una taza y media de harina con polvos de hornear dos yemas de huevo y apenas 3 cucharadas de leche. Me miras con cara de desconfianza y lo entiendo, de modo que agrego en mi rostro una expresión de de seguridad para tranquilizarte y, conscientemente de que estarás mirando mis manos, tengo especial cuidado en mezclar sin echar nada fuera del recipiente. Una vez lista la masa, la guardo en el refrigerador y te guiño un ojo, exagerando el gesto, haciendo un chiste de esta situación en que te he invitado a dejarte seducir por el estómago. Luego, como si fuera un experto cocinero, abro la llave del agua con la muñeca para no ensuciar nada y sacar los restos de la mezcla escondidos entre los dedos, me seco bien con un paño limpio y bebo un pequeñísimo sorbo del jugo ya exprimido del limón para comprobar que no está amargo. ¿Quieres probar?, te pregunto y sin dejarte responder deslizo por tus labios el sorbo que impregnará el resto del día. Ya tendremos tiempo, te explico con un susurro, y sigo con lo que falta. Prendo el horno, sabiendo que me miras cuando me agacho, del mismo modo que yo te veo cuando te inclinas a recoger algo. No nos engañemos –pienso-, pero dejémonos hacer. Tomo otro bol, vierto un tarro de leche condensada entero, las dos cucharadas de ralladura de limón originales de la receta que preferí aumentar al doble, el resto de la taza de jugo de limón y dos yemas más. Revuelvo todo con una cuchara de palo a medida que voy agregando los distintos ingredientes, mientras te cuento que se recomienda usar una cuchara de palo cuando se cocina con cítricos y te narro la historia de cuántas veces he tenido que volver a comprar cucharas de palo porque distintas circunstancias -que ya conoces- me han significado la pérdida de la anterior. Guardo la mezcla en el refrigerador y saco la que se estaba enfriando, con la masa dentro. Te pido con un beso que te hagas a un lado y saco de una repisa el molde que usaremos. Con un poco de mantequilla, cubro bien el fondo y los costados, tratando de llegar a todos los rincones. Hecho esto, vierto la masa y con los dedos apenas cubiertos de harina voy estirándola hasta que no se ve el metal del molde. Meto la masa en el horno por unos diez minutos, mientras me pongo a batir las cuatro claras que quedaron. Sigues mirándome extrañada, aunque ya entendiendo que puedo crear en ti una sensación de felicidad, que sumada a otras que ya conoces, las que sospechas y las que te irán sorprendiendo, te van dando la impresión cierta de que esto es nuevo, de que aunque pueda parecerse a otra cosa que hayas vivido antes, esto es esencialmente nuevo, distinto, desconcertante tal vez, pero necesario de todos modos. Mientras bato las claras, te acercas y me deslizas los dedos por la espalda. ¿Sabes que no puedo perder el ritmo en el batido?, pregunto, y tú sabes que es así, pero no respondes sino que te limitas a sonreír. Deja que tus manos trabajen, me dices; no te desconcentres ¿o no puedes?, me desafías. Se va a quemar la masa, advierto; y te decides a dar un paso atrás. Debería admitir que tenerte ahí, a un metro y medio, me distrae más que tener tus manos rozándome, pero jamás lo reconoceré. Termino de batir las claras y las mezclo con otras cuatro cucharadas de azúcar normal, formando la pasta que irá encima. Saco la masa del horno sintiendo una oleada de calor que nos refresca. Pongo encima, bien extendido el relleno que se enfriaba en el refrigerador, lo cubro con el betún y vuelvo a poner todo al horno hasta que por la ventana veo que los montoncitos hechos con las claras comienzan a cambiar de color. Está listo, digo, y tú finalmente te decides a abrazarme y a decirme con un beso que quieres probar el pie de limón sólo porque lo hice yo. Pero hay que dejarlo enfriar, te digo, y tú respondes que ya sabes qué podemos hacer mientras esperamos.

2 comentarios:

  1. Genial. Además de mi postre favorito, es delicioso komerlo con un riko té blanco chino y leyendo esta combinación de sentimiento y vida ke son tus letras.
    Felicitaciones Lorena, por tu especial blog.

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